Recuerdo que, cuando niña solía celebrar la llegada del verano al ritmo y calidez de la historia de Enriqueta Veranito, ente caluroso y narcóticamente feliz, cuyo contenido es bastante disperso ahora (sin embargo, lo recuerdo por el curioso nombrecillo), pero que cuando vuelva a mi cabeza, encuentre el libro infantil donde lo leí (Caja de sorpresas, se llamaba) u obtenga pistas en el inagotable Google; se lo haré llegar.
Obviamente, en ese entonces el verano significaba tres meses plenos de las aventuras de Popeye, los Donitos y Bb's, los carnavales frenéticos con mi cofradía de primas, las vacaciones útiles en el atletismo con mi hermana, el pelarse la piel y sacarse la arena del fundillo. Ahora, la figura ha variado enormemente: detesto el verano, y lo detesto de corazón.
Esta situación se acentúa cada año, puesto que los límites del final del verano se han alargado -a mi criterio- de una manera mounstruosa, lo que causa que la existencia real de lo que se conoce como otoño sea sólo otro cuentazo del Senahmi, mi migraña recrudezca y la ropa se me pegue al cuerpo (ag). Sin embargo, en este momento ecribo este post enfundada en un buen par de medias y una pijama afranelada amarilla con sapos que dicen "ribbit", y con una sonrisa en el corazón que sólo el invierno logra concretar. Hoy puedo decir que tengo friecito, sacarle la naftalina a la ropa abrigadora y ponerle pijama a mis perros.
Finalmente va arrivando el invierno con su panza de burro, su humedad, su chalinita, su emoliente y hoy me voy a dormir con el corazón calentito y el cabello suelto.
P.D: Por un designio siniestro, es decir, prescripción médica, este verano que por fin se larga tuve que exponerme al sol como un cactus.